Luxury Travel Train
Tomen asiento en sus sillones de cuero de primera calidad, apaguen sus teléfonos de última generación y permitan que les narre la fascinante, y francamente absurda, epopeya de cómo la humanidad decidió que viajar no era suficiente; había que convertirlo en un drama con copa de champán en la mano.
Había una vez, en una época en la que viajar en tercera clase significaba compartir el vagón con una gallina y su prole, un grupo de personas exquisitamente aburridas decidió que la movilidad debía ser algo más que llegar. Debía ser un "experiencia". Y así, con un suspiro de aburrimiento aristocrático, nació la idea del viaje de lujo.
Acto I: El Tren Oriental Express, o Cómo Sentirse Como Hércules Poirot Sin Tener que Resolver un Asesinato
Nuestro primer protagonista es un tren. Pero no cualquier tren. Era el Orient Express, básicamente un palacio flanqueado por raíles que decidió cruzar Europa con la elegancia de un pavo real en un corral de gallinas. Su misión era sublime: transportar a duquesas, espías de medio pelo y novelistas con bloqueo creativo de París a Estambul.
Imaginen la escena: vagones con incrustaciones de caoba, cortinas de seda que ocultan paisajes que la plebe veía gratis, y camareros con más dignidad que un rey destronado. La gente pagaba fortunas por... básicamente, estar encerrada en un mueble en movimiento durante días. El encanto no era la velocidad, ¡Dioses no! La velocidad es para la clase media que tiene prisa. El encanto era la lentitud, la incomodidad disfrazada de lujo. "Mira, querido, ¡otro campo de coles! ¡Brindemos por ello con un Burdeos de 1897!". Era la fantasía suprema de sentirse importante en un espacio reducido, una burbuja de etiqueta y condescendencia rodando sobre los raíles de la Europa menos glamurosa.
Acto II: El Concorde, o Cómo Quemar una Fortuna para Llegar Tres Horas Antes de lo que Saliste
Si el Orient Express era un vals, el Concorde fue un riff de guitarra eléctrica en un salón de té. Llegaron los años 70, la era del "más, más, más". Y si el lujo en tierra era sobre espacio y tiempo dilatado, el lujo en el aire decidió que el tiempo era, de hecho, para pisotearlo.
Entró en escena este pájaro blanco, delgado, con una nariz que se movía como si olfateara la mediocridad de los vuelos comerciales. El Concorde no era un avión; era un cohete para gente con relojes Rolex que consideraban una ofensa personal perder tiempo cruzando el Atlántico. "¿Nueva York a Londres en tres horas y media? Quelle horreur, es demasiado lento", debió decir nadie, nunca.
Aquí el lujo ya no era la contemplación, sino la arrogancia sónica. Volabas más rápido que el sol, te servían caviar en una cápsula que rompía la barrera del sonido, y el único sonido más estridente que el estampido sónico era el crujido silencioso de los billetes de banco ardiendo en el motor. Era el clímax del "porque puedo". Una declaración de intenciones hecha titanio y keroseno puro. Eso sí, con asientos que, para ser sinceros, no eran mucho más grandes que los de "clase turista premium" de hoy. La ironía, queridos míos, es un plato que se sirve a Mach 2.
El Desenlace: De la Pompa a la "Experiencia Curated"
¿Y el final feliz? Bueno, el Orient Express aún existe, como un fantasma muy bien vestido que cobra una fortuna por recordarte cómo era la opulencia de antaño. Y el Concorde... ah, el Concorde. Ese proyecto de egos desmedidos y economía insostenible, acabó en un museo, un recordatorio de que incluso el lujo más veloz choca contra el muro de la realidad y los costes de mantenimiento.
La moraleja de esta encantadora y ridícula fábula es que el lujo viajero nunca murió, simplemente mutó. Ya no se trata solo de caoba o velocidad, sino de subirte a un globo aerostático sobre la sabana, de dormir en un iglú con calefacción o de que un tipo llamado Sven te guíe a un fiordo "privado". La esencia sigue siendo la misma: la búsqueda eterna de poder contarle a alguien, con un deje de aburrimiento, lo maravillosamente único que fue tu traslado de un punto A a un punto B.
Espero que la historia haya estado a la altura de sus exquisitos standards. Y ahora, las preguntas obligatorias para demostrar que han estado prestando atención, o al menos, que su mente no vagaba por su próxima reserva en las Maldivas.
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1. Pregunta: Si el Orient Express era tan incómodo y lento, ¿por qué se volvió tan icónico?
Respuesta: Querido alumno, esa es la pregunta correcta. Se volvió icónico precisamente por eso. En un mundo que empezaba a obsesionarse con la eficiencia, el Orient Express era un monumento a la ineficiencia glamourosa. No pagabas por llegar rápido; pagabas por el derecho a aburrirte de manera elegante, a intrigar en los pasillos y a sentirte superior a todos aquellos que viajaban en trenes normales y corriente, con sus horarios prácticos y sus asientos accesibles. Es el mismo principio por el que hoy la gente paga por un "retiro de silencio": es más fácil soportar la incomodidad cuando es cara y tiene una buena narrativa.
2. Pregunta: El Concorde era un derroche de combustible y dinero. ¿No era totalmente irresponsable?
Respuesta: ¡Irresponsable! ¡Qué palabra tan burguesa! El Concorde no era un medio de transporte; era una declaración, una obra de arte cinética, un dedo medio aerodinámico a las leyes de la economía y la termodinámica. Claro que era irresponsable. Tan irresponsable como comprar un diamante del tamaño de un puño o una isla privada. Pero, ¿acaso Hulk Hogan fue "responsable"? No. Fue espectacular. El Concorde era el Hulk Hogan de la aviación: ruidoso, excesivo y maravillosamente innecesario. La responsabilidad es para las líneas aéreas que te cobran por el equipaje.
3. Pregunta: ¿Qué ha heredado de ellos el lujo travel moderno?
Respuesta: La esencia del sinsentido, pero con wifi. El Orient Express legó el fetiche por la "autenticidad curated" (léase: algo viejo pero muy, muy caro). El Concorde nos dejó la obsesión por el acceso exclusivo y la inmediatez (hélices para tu yate privado, jets compartidos). El viaje de lujo moderno es un cóctel de ambos: la experiencia "única" y "instagrameable" del Orient Express, con la velocidad y exclusividad del Concorde, pero empaquetada en una "experiencia personalizada" que te venden para que sientas que eres un pionero, cuando en realidad solo estás siguiendo un itinerario que cien otras personas adineradas han seguido antes. Es decir, el sueño sigue siendo el mismo: sentirse especial mientras se hace algo utterly común, pero con mejor ropa de cama.
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