La épica final de la Copa del Mundo de la FIFA de 2022: Messi y Ronaldo se enfrentan en una batalla legendaria
Imaginen esto: el guionista divino, aburrido de milagros simples, decidió escribir el capítulo final más obvio, predecible y perfectamente melodramático en la historia del fútbol. Dos dioses envejecidos, un trono vacante y un balón de oro flotando en el aire. Esta es la historia de cómo un deporte se convirtió en una religión global por 90 minutos, narrada por un cínico que no se cree ni la mitad del circo mediático, pero que no puede evitar admirar la belleza del espectáculo.
Bien, apaguen las luces y abrochen sus cinturones de clichés, queridos espectadores. Porque lo que están a punto de presenciar no es un simple partido de fútbol. Oh, no. Es el épico final de temporada de la telenovela más larga y rentable del planeta: "La Búsqueda del Balón de Oro".
Nuestros protagonistas, dos caballeros de edad avanzada para los estándares futbolísticos, se encuentran en el coliseo de arenisca y aire acondicionado de Qatar. Por un lado, Lionel Messi, también conocido como "El Divino Silencioso". Un hombre cuya expresión facial permanece en un eterno "¿dejé la hornilla encendida?" sin importar si patea un penal o pisa una pieza de Lego. Es el mesías del fútbol que nunca quiso ser mesías, arrastrado por la corriente de la historia hacia su cita con el destino.
Y en la esquina opuesta, Cristiano Ronaldo, "El Mortal Perfecto". Esculpido en mármol y autoestima, un hombre que se despierta cada mañana y se mira en el espejo para recibir una ovación de pie. Para él, este partido no es un deporte; es una audición final para el Olimpo, un currículum vitae escrito con goles y abdominales.
El mundo, por supuesto, enloqueció. Los medios de comunicación hiperventilaban, dividiendo a la población en dos sectas: los que creían en la gracia divina (Messi) y los que creían en el gimnasio (Ronaldo). Era una guerra teológica disfrazada de deporte.
El partido en sí fue un choque de cosmovisiones. Messi, como siempre, parecía estar paseando a un perro invisible, solo para de repente, con un pase milimétrico, realizar un acto de magia que violaba dos leyes de la física. Ronaldo, por su parte, atacaba el juego como si fuera una montaña que necesitaba ser escalada, conquistada y publicada en Instagram. Cada regate de Messi era un susurro poético; cada remate de Ronaldo, un grito de guerra.
Y entonces, en el minuto 88, con el marcador igualado y el planeta conteniendo la respiración colectiva (lo que generó un ligero descenso en los niveles globales de CO2), ocurrió el momento cumbre de lo predecible. Un penal para Argentina. Por supuesto que sería Messi quien lo pateara. Por supuesto que sería la oportunidad de sellar su legado.
La pelota rodó hasta sus pies. El estadio enmudeció. El portero saltó como un gato asustado hacia una esquina. Y Messi, con la calma de un hombre que elige una manzana en el supermercado, la colocó suavemente en la otra esquina. El silencio se rompió en una cacofonía de éxtasis. Parecía el final perfecto. El hada madrina del guionista divino estaba cerrando el libro con una sonrisa.
Pero esperen. Porque a los dioses del drama les encanta un giro inesperado.
En el descuento, un último y desesperado centro entró en el área. Y allí, despegando como un F-16 de 37 años, estaba Cristiano Ronaldo. La narrativa lo elevó. El tiempo se ralentizó. Su testa, la misma que ha posado para mil fotos, se conectó con el balón con una ferocidad que amenazó con desinflarlo. Era el remate perfecto, el gol de leyenda, el empate dramático que reescribiría todo... y que pasó rozando el poste.
Sí, lo han oído. Erró. El hombre que vivió para los momentos de gloria cinematográfica, falló en el plano final.
Y así, mientras Argentina celebraba y Messi era alzado en hombros como el mesías que finalmente era, Ronaldo se quedó solo en el césped. No hubo lágrimas dramáticas, solo la expresión confusa de un hombre cuyo guion personal se había mezclado con el incorrecto. Era la tragedia griega más moderna: el héroe que creía en su propia publicidad se encontró con la cruel aleatoriedad de la realidad.
¿Fue justo? ¿Quién sabe? El fútbol, queridos míos, no es justo. Es un narrador sarcástico que a veces elige el chiste fácil sobre el final complejo. Messi consiguió su cuento de hadas. Ronaldo consiguió una lección de humildad forjada en acero portugués y en el cruce de un palo.
Y nosotros, el público, nos fuimos a casa habiendo visto algo mejor que un cuento de hadas: habíamos visto una historia humana. O, al menos, tan humana como puede serlo cuando sus protagonistas son semidioses con contratos de patrocinio millonarios.
Fin. O hasta la próxima temporada, que con estos dos, uno nunca sabe.
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